
Testigos de la historia costera
26 noviembre 2021
Paradores de playa
Cada verano deja una huella. Honda o leve, reciente o antigua, grupal o individual, cada una de esas huellas tiene incrustada un par o más de lugares que funcionan como anclaje a la memoria, a los recuerdos de esas épocas. Son catalizadores de imágenes que ya pasaron y que evocan tiempos anteriores. Para quienes frecuentan y frecuentaron la costa uruguaya a lo largo de su vida, estos sitios pueden ser un paraje desolado en Shangrilá, un rincón cubierto de árboles en una playa rochense que nadie conoce, una esquina de algún balneario más poblado o el boliche puntaesteño en el que se bailó al ritmo de los primeros compases de la adolescencia. O quizás también pueda ser un parador en la playa, uno de esos lugares estratégicamente instalados a lo largo del Atlántico o en las últimas olas del Río de la Plata que funcionan como un descanso del agua y de la arena, o una parada gastronómica en medio de un día completo de sol.
Aunque parezcan multiplicarse en temporada, estos locales que con frecuencia aúnan cocina y entretenimiento han estado allí desde hace tiempo. Hay algunos, incluso, que son parte de la memoria viva de los balnearios o ciudades en los que se insertan. Han visto pasar a figuras reconocidas internacionalmente, han soportado crisis económicas y sociales, se reinventaron para atraer a las nuevas camadas de turistas y siguen allí, sosteniendo una de las tradiciones de la costa: la gastronomía de playa.
La ruta que los une a todos puede tener múltiples paradas –si los contáramos, de seguro pasaríamos raya a más de 50 en toda la costa–, pero en esta nota se eligieron solo tres. Y el filtro tiene sentido: cada uno de estos locales tiene diferentes particularidades y propuestas, pero fueron seleccionados por ser guardianes y testaferros de la memoria histórica de la costa.
Barcos hundidos y amantes prófugos
Está a muy pocos kilómetros de la entrada de Atlántida, en Canelones, y es probable que su acceso pueda llegar a pasar desapercibido si se viene manejando demasiado rápido por la Ruta Interbalnearia. Solo un cartel medio despintado anuncia que allí, siguiendo el camino de tosca que se abre entre los árboles, está el Fortín de Santa Rosa.

Patio interior del Fortín de Santa Rosa
Lo primero que se siente cuando se ingresa al pequeño balneario canario es el silencio. Aunque Atlántida, compacta y ruidosa, está a muy poca distancia, ningún ruido demasiado estridente logra atravesar la vegetación. Serpenteando hasta el final se llega al edificio principal de la zona, que inserto en una especie de rotonda es imposible de evadir. Como dicen que pasa con Roma, todos los caminos de Santa Rosa llegan hasta el fortín. ¿Y qué es lo que recibe al visitante allí? Cañones en el exterior, puertas de madera propias de un fuerte colonial, una torreta que se ve de lejos y, quizás más anacrónico, un cartel que dice que para reservar hay que llamar a tal teléfono. Afuera algunos autos, una especie de salón más alejado y, debajo, la playa, que no se llega a ver pero sí, escuchar.
Hoy el fortín de Santa Rosa funciona como un hotel boutique, de pocas habitaciones y atención personalizada. Durante la temporada, sin embargo, su restaurante abre al público que no se hospeda en el lugar, y es allí cuando viejos clientes se dejan caer para almorzar y recordar. Porque claro: el lugar está allí desde la década de 1930, pero alcanzó una popularidad importante en las décadas de 1980 y 1990, cuando la Costa de Oro todavía no estaba tan expandida como hoy.
Según José Sasson, dueño del hotel y heredero de la familia que lo compró en un remate en la década de 1950, el fortín fue construido por orden de un hombre al que llamaban “el Coronel”, que le habría comprado 60 hectáreas de la zona a los jesuitas, propietarios de ese punto de la costa canaria hasta la década del 30. Se dice también que el hombre habría bautizado al edificio “Santa Rosa” en honor a un galeón que habría encallado en el Atlántico sobre 1800. Cómo se ve, el fortín está lleno de supuestos, y justamente eso es uno de los atractivos actuales del lugar: a su alrededor se tejen varios mitos y leyendas, algunos probados, otros insólitos. Por ejemplo, se dice que era un lugar de frecuentes reuniones clandestinas de políticos, en la dictadura uruguaya. También que Pablo Neruda llegó varias veces escapado con una de sus amantes y que se registró con el nombre de Neftalí Reyes, que era su nombre real. Y además de eso, en el edificio también confluyen la iconografía masónica, alquimista, suposiciones sobre la construcción de la torre y hasta historias de fantasmas. Todo, sumado a una propuesta gastronómica que va de la pasta casera a una gran variedad de carnes y preparaciones basadas en productos del mar, genera un interés entendible.
Ya que estamos con la comida, desde el propio restaurante se recomiendan los sorrentinos de espinaca, dambo, parmesano y nueces, con salsa fileto o de puerros y panceta. Quien escribe la nota los probó, y confirma que la recomendación es, en efecto, acertada.
Arquitectura y playa
La primera parada en este viaje de paradores históricos de la costa ya tiene una fuerte impronta arquitectónica que vale la pena rescatar o, en caso de ir hasta allí, admirar. Sin embargo, es el punto medio del trayecto el que tiene más para contar en ese aspecto.
La Solana es un parador que se encuentra en Punta Ballena, a kilómetros de Punta del Este, y tiene la particularidad de que está diseñado por Antonio Bonet, un arquitecto catalán de reconocida trayectoria que le dedicó especial atención a la zona de “la ballena”, en donde además de este local diseñó varias edificaciones más. La Solana se terminó de construir en 1947 y fue nombrado Monumento Histórico Nacional, luego de una polémica intervención.

Entrepiso interior de Solana del Mar
Tradicional parada de los turistas que pasaban el verano en las playas de este balneario fernandino, el parador de La Solana está gestionado desde hace tres años por el reconocido cocinero uruguayo Jorge Oyenard, y está abierto desde el 20 de diciembre hasta el mes de marzo.
Desde que se protegió este edificio los cambios parecen controlados. “En algunas cosas ha sido un poco complicado, porque no podés hacerle una modificación a la cocina, por ejemplo, así que hemos tratado de explotar la terraza al mar, agregamos propuestas en la barra y en nuestro servicio en el exterior del local. Le dimos un perfil más playero, le incluimos sunsets, música, fiestas”, cuenta Oyenard, que también recuerda que siendo más joven y veraneante de la zona, de vez en cuando se dejaba caer por el mismo lugar en el que ahora cocina.
La carta se basa principalmente en productos de mar, aunque también se ha ido variando con los cortes de carnes y las ensaladas. Si hay que elegir un producto, Oyenard dice que la burrata no se puede dejar de pedir.
En estos paradores que arrastran años de veraneo y turistas es frecuente que los rostros se repitan. Los turistas que pasan por La Solana son con frecuencia extranjeros, pero según Oyenard ya sobre febrero las familias uruguayas comienzan a aparecer cada vez más seguido, al punto de que hay clientes que comen allí durante quince días seguidos. Muchos, además, fueron clientes de otras épocas del parador, cuando tenía por nombre La Solana del Mar.
“El lugar es único, es una terraza al mar con características que no encontrás en otro lado, hay buena atención, buena comida. Para el que le resulta atractivo todo eso, es un punto ineludible”, concluye el cocinero.
El comienzo de la movida
En sus inicios, Punta del Este no ostentaba el título de mega balneario internacional y chic que tiene hoy. Su perfil era decididamente más familiar y uruguayo, aunque sí es cierto que estaba salpicado por alguna que otra visita de estrellas de la región, que se dejaban caer por la zona encantados por sus atractivos naturales. En esa época, que hoy parece distante, difícil de imaginar, el parador Imarangatú ya estaba allí.

Parador Imarangatú
Ubicado en un punto neurálgico de la playa Mansa y a pocas cuadras del Hotel Enjoy –antes, Hotel Conrad–, Imarangatú sigue siendo un rescoldo de tradición y elegancia aún hoy, cuando las propuestas gastronómicas del balneario se cuentan por montones.
“Imarangatú es un ícono. Fue el primer parador de la Mansa y uno de los primeros de Punta del Este. El proyecto se empezó en 1951, con una arquitectura de avanzada, muy minimalista, simple en todas sus líneas”, dice Carlos Baglivo, que es uno de los socios del parador desde hace tres temporadas.
Baglivo cuenta que, así como sucede con La Solana y el Fortín de Santa Rosa, los clientes antiguos de Imarangatú se sorprenden cuando ingresan al local después de varios años lejos. Muchos han ofrecido alcanzarle algunas fotos antiguas de cuando se iba a bailar a su salón para que vayan armando como una especie de santuario a la vida del lugar, pero por el momento la idea está en stand by.
“Algunos nos cuentan que se conocieron con sus parejas hace cuarenta o cincuenta años acá. Incluso mi abuela venía a bailar a Imarangatú. Fue uno de los primeros destellos de vida social de Punta del Este”.
Una de las anécdotas que a Baglivo le gusta recordar es que en la década de 1970, uno de los que pasó más tiempo allí fue el cantautor brasileño Vinicius de Moraes. “Él tenía un chiringuito en la parada 10, que se llamaba la fusita. Cuando edita el disco La Fusa en el año 1970, lo edita desde Imarangatú. Acá había un piano y ahí venía, con María Creuza y Toquinho. Componían y cantaban hasta la puesta del sol”.
Como bien dice él, en su época de oro Imarangatú fue el bastión de la movida puntaesteña. Hoy, la propuesta pasa por una carta que mezcla gastronomía nacional y mediterránea, e incluye carnes, pastas y muchos productos extraídos del mar. Las preparaciones son caseras, hay tragos de autor, el vino es una selección de lo mejor a nivel nacional e internacional, en el estacionamiento –todo un problema en la costa de Punta del Este– hay lugar para más cientos de vehículos y todo busca estar a la altura de las expectativas más exigentes. En temporada abre de la mañana a la noche, y se destaca especialmente por los sunsets, uno de los momentos elegidos por el público más joven.
Así, Imarangatú cierra en la península fernandina este pequeño paneo de tres de los paradores más antiguos de la costa. Es un corte caprichoso y muy breve, pero sin embargo muestra hasta qué punto estos locales guardan la memoria de sus balnearios y de las personas que los eligieron para sus veranos. Cómo, de alguna manera, dejaron una huella profunda en todos.
