SMART CITY
17 septiembre 2022
Promesas y peligros de un futuro que ya es presente.
PROMESAS
Según Wikipedia, la Smart City refiere a un tipo de desarrollo urbano basado en la sostenibilidad. Acostumbrados a vincular sostenibilidad con medioambiente, puede resultarnos sorprendente que esta idea sea uno de los primeros conceptos asociados a la ciudad inteligente. Sin embargo, así es.
Un ejemplo paradigmático para ilustrar el punto es el tránsito. Pero antes de analizarlo cabe especificar un poco más los términos. A grandes rasgos, el concepto de Smart City está relacionado al uso de TICs y de Internet de las Cosas (IoT). El internet de las cosas tiene que ver con objetos –o personas– interconectados entre sí a través de una red.
Imagínese un coche dentro del cual se encuentra un usuario con su smartphone. El dispositivo móvil puede ser detectado en tiempo real por un sistema satelital gracias al GPS (Global Positioning System) que, a su vez, es capaz de recabar información (por medio de sensores de todo tipo – cámaras, en este caso) respecto al resto de los vehículos que circulan en el entramado urbano. Al mismo tiempo, el sistema satelital está conectado con el mecanismo que regula los semáforos. Cerrando el ciclo, un algoritmo previamente programado procesa la información recibida y la “devuelve” al dispositivo dentro del coche, sugiriendo al usuario el trayecto más corto para llegar a destino (esto es lo que sucede en aplicaciones como Waze o Google Maps), optimizando el funcionamiento de los semáforos y considerando obras o accidentes que puedan entorpecer la circulación. De este modo, al estar todo sincronizado con todo de la manera más eficiente posible, cada uno de los coches llegará más rápido a destino y, en consecuencia, producirá menos emisiones de CO2. Queda ilustrado, con esto, uno de los motivos por los cuales la Smart City tiene que ver con la sostenibilidad.
Al reducir las emisiones de CO2, la sincronía óptima resulta en una mejora en la calidad del aire y un descenso, por ejemplo, de la contaminación auditiva, sin contar la economía de tiempo para los agitados conductores, lo cual deriva (principalmente en las grandes metrópolis) en una reducción del estrés y una mayor disponibilidad para dedicarse a la familia, al deporte, al ocio o a la cultura.
Hay en la Smart City, por consiguiente, conceptos clave como los de organización y optimización de los recursos. Y todos ellos redundan en beneficios para la calidad de vida del ciudadano.
PELIGROS
Sin embargo, también entran en juego otros conceptos menos luminosos, como el del monitoreo constante e ininterrumpido de cada uno de los habitantes de la ciudad (por ejemplo, mediante tecnologías biométricas como la del reconocimiento facial). Siendo así, irrumpen con estruendo ciertas palabras peligrosas: vigilancia y manipulación.
Supuestamente los algoritmos que subyacen a la sincronización de la ciudad inteligente “ayudan” a los individuos a tomar buenas decisiones. Pero no se trata solamente de la supervisión efectiva del espacio en favor de la movilidad optimizada. Dado que la mayor parte de las veces empresas privadas están a cargo de muchas de las tecnologías implicadas en los “procedimientos inteligentes” de la Smart City: ¿qué nos asegura que no utilicen la información en beneficio propio?
Por ejemplo: la ruta recomendada por Waze podría considerar en su “sugerencia” datos relativos a las preferencias de compra de los individuos (reconociendo su identidad por medio de los sensores biométricos como el mencionado reconocimiento facial y cruzándola con la inmensa cantidad de datos que posee respecto a cada sujeto y que, por lo general, es «libre y voluntariamente» dosponibilizada por él mismo en las redes sociales, navegaciones web, etc.). Con la información acerca del trayecto a ser recorrido, sumada a la información sobre el perfil del individuo, la “sugerencia” podría estar sesgada por una intencionalidad de ventas y de rédito económico, recomendando rutas que lleven al conductor a pasar frente a determinados comercios.
¿Cómo influiría esto en la calidad de vida? ¿No podría contribuir, por ejemplo, a la compulsión consumista? Y los hábitos descontrolados de consumo: ¿no tienen consecuencias negativas como la frustración por no poder hacerse de todo lo que se desea o la excesiva dedicación al trabajo en busca de dinero?
La posibilidad de que intereses comerciales (y ni que hablar políticos) con fines propagandísticos incidan en la “inteligencia” de las Smart Cities ciertamente le quitan brillo al ideal inicial. En este contexto, no es irrelevante el hecho de que la expresión ciudad inteligente haya nacido del concepto de “Ciudad Digital”, creado en España en 2004 pero reformulado años más tarde por IBM.
Frente a este tipo de peligros, de abren varias aristas éticas implícitas en el concepto de Smart City, algunas de las cuales tienen que ver con la idea de los “derechos del ciudadano digital”, entre los que se cuenta el derecho a la privacidad. Pero a este respecto no existe, aún, una legislación suficiente.
Como alerta José María Lasalle:
Generamos una huella digital que engrosamos a diario. Quienes tengan las capacidades algorítmicas adecuadas para trabajar sobre ella pueden saber lo que pensamos, sentimos o necesitamos. Para evitar la manipulación en las ciudades inteligentes hay que abordar una regulación sobre algoritmos e inteligencia artificial que ponga estas herramientas al servicio de la comunidad, y no de intereses privados. Hay que crear una estructura de derechos digitales y abogar por un uso ético de los datos y del diseño de los algoritmos que los gestionen. Hablamos, por lo tanto, de conservar un relato de ciudad eminentemente democrático.
LASALLE, J. M. Humanismo tecnológico o deshumanización. Barcelona como capital de la meditarraneidad digital. Cercle d’Economia. España. 2020
La huella digital es tan importante como la huella de carbono. Y los problemas asociados a una son tan urgentes como los vinculados a la otra.
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Imagen: Unsplash Matthew Henry