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Salud mental y arte

23 marzo 2022

Arte fuera de los circuitos clásicos

Mañana de sol en la Colonia Etchepare. El taller de pintura y cerámica está ubicado en un edificio bastante nuevo, el verde del parque se cuela por la ventana, hay buena luz. La artista plástica Rosa Cahzur me muestra algunas cerámicas. Ama trabajar con arcilla, con pinceles, con lápices y también con palabras. Tiene más de setenta años y hace quince que reside en esta institución.

 

Su pasión por el arte empezó de chica, dibujando. Por entonces vivía en Durazno. A los trece años pintó a su hermana con óleos. A esa edad conoció a quien sería su marido y padre de su hijo, el también artista Joaquín Aroztegui. Junto a él se dedicó a la creación, estudió psicología, dio clases de filosofía en los liceos de La Teja y La Paz. Un día caminaba por la calle Vázquez con un compañero de taller cuando vio en una vidriera unas enormes piezas a todo color. Entraron y conocieron a la ceramista Margarita Courtoisie. Ella los guió en el aprendizaje y así nació el amor por la cerámica. “Con la cerámica sentí algo muy ancestral”, dice Rosa mientras se agarra el abdomen. Y luego agrega: “Fui madre a los 20. No quise tener más hijos. ¡Te lleva la vida un hijo! Si querés dedicarte al arte… se pelean las dos cosas”.

 

La maternidad es un tema recurrente en su obra. También la figura femenina en general, los paisajes. Toda su vida se la pasó pintando, pero como fue regalando la obra no le queda casi nada, dice. A mí también me regala: un pequeño libro de poemas de su autoría. Leo uno, de 1975:

 

Es tan vieja esta angustia compañera

Que nació antes que yo

Desde siglos atrás ocupa

Mi lugar en el espacio

Sabe tanto de la vida

Que cuando llega

Liviana la alegría

No la trato bien

Y se va con la mentira

 

“Pinté la locura”, me cuenta. “En muchos cuadros se puede ver claramente la locura. No me afecta para nada, me mantengo sana completamente. Yo entré acá no por estar enferma. Soy muy sensible, hipersensible. La vida se me hace difícil a veces porque sufro el doble. Y gozo el doble, pero hay más dolor que goce”.

 

¿Qué hace para protegerse?, le pregunto. “Trabajo”. Y luego me mira con sus ojos claros, bien abiertos: “¿Qué idea tenías de mí?  ¿Es como te imaginabas?”. Rosa tiene un poco de dificultad para hablar, pero su lucidez aflora en sus palabras. Es inteligente, sensata, perceptiva. En sus dibujos hay economía de líneas, una intensa expresividad; hay crudeza y poesía. “Soy demasiado intelectual para ser naif”, comenta. “Soy expresionista”. Antes de irme me pregunta: “¿Fui muy incoherente?”. No, la incoherente soy yo que no armé un buen cuestionario, contesto. “Espontáneo es mejor”, me dice.

 

Álvaro Borrazás es un vocacional de la cerámica y la docencia. Da clases en la Escuela de Artes y Artesanías Dr. Pedro Figari y dirige un taller con los usuarios de la Colonia Etchepare (institución que ahora junto a la Colonia Santín Carlos Rossi lleva el nombre de CEREMOS –Centro de Rehabilitación Médico Ocupacional y Sicosocial–). Entre sus alumnos está Rosa, a quién conoce de mucho antes, de un encuentro de ceramistas en Argentina por los años 90.

 

Desde que empezó a trabajar allí cambió su percepción en muchos sentidos, se amplió su sensibilidad y adoptó una nueva forma de transmisión de conocimiento. “Cuando entré a la colonia iba con una programación de la Escuela Pedro Figari en cuanto a pedagogía y metodología”, recuerda. “Años de evolución determinaron que me fuera desprogramando. Allí todo va surgiendo con la persona. Es un enfoque muy personalizado, donde voy entendiendo las particularidades y enfocando las técnicas para que las personas se manifiesten. Con los años fui aplicando esta metodología en la Figari”.

 

Para Álvaro no son pacientes, son alumnos. Les da arcilla y les dice que hagan lo que quieran. El objetivo: construir calidad de vida. “Son personas con cierta conducta y pueden relacionarse. Se va generando un clima de trabajo, de armonía, de concentración. La idea es que la persona se sienta bien. No importa qué es lo que hacen. Hablan, conversan, hay escucha, hay expresión. Y en muchos momentos hay horizontalidad más allá de que está claro que hay un profesor y alumnos”.

 

 

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Raúl Javier Cabrera. Acuarela sobre papel. 1940.

 

 

Casi siempre las personas que están internadas tienen historiales personales muy complicados, familias disfuncionales. En el flamante libro Historias impacientes – Relatos de vida de Lira Moure (Editorial Yaugurú), la autora, que es psiquiatra, arma relatos en primera persona de muchos de sus pacientes. Así nos enteramos de las circunstancias de vida dramáticas que viven muchas de las personas que trata. Algo que se replica también en este hospicio.

 

Borrazás entiende que el momento del taller es muy importante para los alumnos, pues se habilita la vía para que afloren sentimientos y emociones: “A través del arte evolucionan, minimizan la sintomatología asociada a su enfermedad. No siempre se da el clima de paz y armonía. Pueden surgir desbordes o momentos difíciles, y muchas veces se nota la carencia de un enfoque multidisciplinario, con profesionales que contengan en estos marcos. Un diálogo más fluido entre psiquiatras y profesores de arte estaría muy bien”.

 

Emanuel, por ejemplo, es un alumno con gran potencial, que juega ajedrez y que construyó un tablero con sus piezas en cerámica. A otro paciente le gusta colar moldes. Simplemente eso, una actividad que le da mucho bienestar. Muchos pintan o hacen piezas de arcilla. Hay 850 pacientes entre las dos colonias, hay planes a medio camino también, pacientes viviendo en casas particulares a quienes se les paga por el cuidado y el hospedaje.

 

En lo que era la Colonia Etchepare hay cerca de 100 cuadros de alumnos, que vienen pintando desde hace muchos años. Es todo un desafío el resguardo y registro de esa obra. Álvaro Borrazás la custodia, pero está planteado el desafío de encontrar un sistema que trascienda a las personas. Muchos de esos cuadros son de estilo naif. “Lo naif no tiene intención, fluye…  –dice Álvaro–. Son personas libres de ego, es la verdadera expresión de un ser que no especula. Libres de su ego, pero presos de una institución y de una situación”.

 

III

 

Hace más de diez años que el investigador y crítico de arte Pablo Thiago Rocca, viene trabajando en el proyecto Arte Otro que plantea un relevamiento a escala nacional de obras de arte consideradas fuera de la cultura erudita. Lo medular de ese trabajo está plasmado en su libro Arte Otro en Uruguay, editado por Linardi y Risso. Allí reflexiona sobre pinturas, esculturas, murales e intervenciones arquitectónicas producidas por fuera de los circuitos clásicos, hechas por artistas excéntricos, naif y en muchos casos marginales. Obras que no se sabe bien cómo catalogar, que se encuentran por fuera de los parámetros con los que se mide el arte institucionalizado. Dentro de esa producción, hay obras de artistas con trastornos anímicos y emocionales cuya expresión tiene mucho de naif en el sentido de que hay colores vibrantes, fuertes, un cierto aire infantil y una cierta tendencia a contar historias y cuidar los detalles.

 

En su libro, Rocca repasa la historia y la obra de muchos artistas que vivieron en el manicomio durante muchos años. Tal es el caso de Francisco Matosas, Italia Ritorni, Oscar Musetti, Emilio Mas, Ergasto Monchón, entre otros. Cita también una novela escrita por Isidro Mas de Ayala, El loco que yo maté, fruto de su convivencia con los internados.

 

Parte de la obra de Rosa Cahzur ha sido expuesta en el marco del proyecto Arte Otro, así como también está presente el aporte de Raúl Javiel Cabrera, más conocido como Cabrerita sobre quien Rocca se explaya en forma muy rica en su libro. Artista muy bohemio, con una vulnerabilidad muy grande, que vivió entre 1919 y 1992, y que estuvo más de tres décadas internado en la Colonia Etchepare.

 

“Con gran dominio técnico (Manuel Espínola Gómez dirá de él que es el mejor acuarelista del país) y una imaginación sin freno, Cabrera concibe paisajes, atmósferas y situaciones que parecen escapados de otro mundo: figuras femeninas, templos, árboles y animales, han sido tocados por una luz sublime y al mismo tiempo extrañada”, escribe Rocca.

 

Hay un halo de misterio en torno a Cabrerita, a su internación tan prolongada. En su ardua investigación el crítico no ha encontrado indicios que la expliquen. “En ningún momento me encontré con un comportamiento violento que justificara tratamientos de electrochoque como los que tuvo”, señala quien hoy día también dirige el Museo Figari. “Mientras estuvo internado vendieron mucha obra suya, llevaron también cuadros a la Bienal de San Pablo”.

 

En 2017, el Museo Nacional de Artes Visuales recibió una donación de más de cien obras de este artista por parte de quien fuera la mujer de su mejor amigo, el poeta José Parrilla. Ese conjunto de obra fue expuesto y ahora forma parte del acervo del museo. Este año se inaugurará en octubre una gran retrospectiva para celebrar el centenario de su nacimiento.

 

IV

 

Demian Díaz es psiquiatra junguiano y tiene un pedigrí artístico por demás privilegiado: es descendiente de Olimpia Torres, Eduardo Díaz Yepes y Joaquín Torres García.

 

“Te voy contar una experiencia que ya lleva tres años”, me dice Demian cuando accede a ser entrevistado por su vasta experiencia en el campo de la psique humana. “A partir de la visita al país de la terapeuta junguiana Ruth Atman, un grupo de psicoterapeutas junguianos nos estamos reuniendo para hacer un taller de dibujo. No en el sentido de arte, sino de expresión plástica de nuestro inconsciente. Que no es lo mismo ni pretende ser lo mismo que arte, ni de lejos. Muchas veces esas expresiones son muy bellas y quedan muy lindas en una pared, pero no es la idea. Con el grupo acordamos hacer una experiencia que consiste en una reunión quincenal, alrededor de una mesa, donde se hace una expresión plástica con colores o lo que quieran. Hacemos una relajación y cuando cada uno está pronto se pone a dibujar”.

 

En los primeros encuentros no se veía mucho nada. Pero en los tres años que ya lleva esta experiencia han visto cambios en los dibujos. Algunos integrantes del grupo cuyos dibujos al principio denotaban desarmonía, inquietud, o muy poca imaginación y mucho concretismo, empezaron a mostrar una cierta evolución. “El que tenía una temática muy dispersa, muy desorganizada empezó a dibujar cosas coherentes, como que la persona estaba más integrada con sus emociones. Salían cosas expresivas que transmiten vida, buenos colores” –explica Demian–. Uno de los integrantes estaba pasando por una enfermedad, se notó en sus dibujos que había una cosa muy fuerte, vivencial, pero luego eso hacía una evolución de florecimiento. De alguna manera todos vimos los cambios en todos”.

 

En estas instancias se produjeron también fenómenos de concordancia de temas sin que nadie mirara el dibujo de nadie. Se dio una especie de sincronización de inconsciente a consciente.

 

“Al principio había dibujos míos que yo no sabía lo que eran y los colgaba en un lugar y los miraba e iba cambiando de idea sobre qué significaba cada cosa, un poco como un sueño que uno no acaba de entender”, recuerda. “Pero de sesión en sesión iba apareciendo otro dibujo que iba dando un paso más adelante que el anterior. Entonces empezaron a aparecer ciclos donde algo aparecía, hacía un desarrollo y culminaba. Cada sesión iba entendiendo un poco más hasta cerrarlo. Me parece una herramienta psicoterapéutica muy interesante. Por supuesto, antes de hacer nada con otros lo estamos haciendo con nosotros mismos y vemos que funciona”.

 

¿Por qué las personas con problemas mentales o emocionales hacen un arte más naif?, le pregunto. “Porque no tienen cultura artística. No saben nada de teoría de arte, tienen que ser necesariamente naif y espontáneos. Dibujan desde el inconsciente colectivo como los niños. Les sale lo que les sale”, explica Demian. “Jung encontró en los enfermos mentales ideas arquetípicas que después encontró en los mitos, en el arte, en los cuentos. En las personas normales, comunes, no se ven. Un tema típico que encontró Jung es que el espíritu se presenta como viento solar. En el manicomio se encontró con un paciente que estaba mirando el sol y que le dijo: ‘¿ve el tubo que cuelga del sol, ve cómo de ahí sale viento?’. Jung tomó nota y un buen día se encontró con un cuadro bastante antiguo en un museo donde estaba representada la Virgen María. Había un sol, y una especie de manguera que se introducía debajo de la pollera de la virgen. Esa era la anunciación y la fecundación espiritual de la vida. El soplo espiritual. Estas cosas forman parte del delirio de las personas con problemas mentales. Para ellos es de una realidad total”.

 

Resumiendo, le planteo, todas las personas parecería que se benefician con el arte, especialmente con su práctica, ¿cierto?

 

“El hombre moderno –o sea, nosotros– está bastante desconectado de su propio inconsciente” –contesta–. Técnicamente estamos todos neuróticos. Estamos viviendo en la consciencia igual Logos (esto es: cabeza, pensamiento) y estamos lejos de Eros (amor, corazón, instintos, afectos). Vivimos más en la cabeza que en el corazón. Para la persona común y corriente dibujar puede ayudarle a integrar la mente con el corazón y a vincularse con la naturaleza. Eros es la fuerza que hace que todo se junte”.

 

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