
La ciudad escrita
17 septiembre 2021
Las letras tienen la capacidad de hacerle conocer al lector una ciudad, no solo compuesta de construcciones, calles y personas, sino también de sentimientos, percepciones e ideas.
La vida de otros, su historia y memoria que nos llega, permiten construir un pasado y también un futuro a partir de ellas, con el objetivo de darle sentido al presente. Las letras tienen la capacidad de hacerle conocer al lector una ciudad, no solo compuesta de construcciones, calles y personas, sino también de sentimientos, percepciones e ideas. Los autores, con deliberada intención o no, construyen una idea de ciudad y por extensión de país, un prisma moral e ideológico desde el cual analizan y construyen su realidad urbana.
El ascenso – José Manuel Pérez Castellano, 1787

Retrato Pérez Castellano
Nieto de los antiguos fundadores de Montevideo, cura, gran conocedor de la agricultura en estas tierras, cultivó su chacra del arroyo Miguelete durante 40 años y su colección de libros fue la base para fundar la Biblioteca Nacional.
En 1787 le escribió una carta a su maestro de latinidad Don Benito Riva -«Montevideo y la campaña de la Banda Oriental, 1787»- que ha sido leída como una memoria sobre el estado general de la ciudad, dividida en temarios como la agricultura, la ganadería, el comercio, la población, la milicia y los tribunales. La implacable crítica de Zum Felde sentenció que carecía de valor literario, pero sí lo tenía desde el punto de vista histórico y científico: «Es, seguramente, lo primero que se escribió en el país, algo extenso y con cierto cariz de ilustración y correcta prosa».
Riva no visitaba el país desde hacía 25 años y Pérez Castellano le advierte antes de comenzar su descripción: «Ud. tendrá mucho que admirar por prevenido que esté a favor de las ventajas naturales de un país, que tanto le cuadró, aun conocido solo en mantillas». Y continúa: «Empezaré por la agricultura, cuyo objeto es el más necesario a la vida, como su ejercicio el más natural al hombre». En 1813 escribiría sus «Observaciones sobre la Agricultura», plasmando su conocimiento y pasión que fueron más allá de la curia.
Sobre la agricultura y ganadería de la colonia destaca la calidad y la abundancia que provee la naturaleza local, lo que permitía bajos precios y exportación de productos como el trigo a La Habana y a Europa: “De todo en tanta abundancia, que muchas personas de distinción, nada apasionada a este país, confiesan sencillamente no haber visto en España plaza tan abundante y surtida como la de Montevideo. Los de Buenos Aires la envidian ya en algunos renglones”. Incluso hay muchas verduras y también peces que se regalaban a la capital del virreinato porque en «el pueblo», dice, no hay tanta capacidad de consumo.
La vista desde la bahía era agradable, el pueblo había crecido y se había poblado de casas con azoteas, de «vistosas cornisas», remates y capiteles que se elevaban por sobre el horizonte. En casas con grandes patios de loza o ladrillo, con aljibes, funcionaban oficinas que lucían en su exterior balcones de hierro y rejas para las ventanas.
«Del fuerte antiguo no ha quedado más que la Capilla» afirma Pérez Castellano, en referencia a lo que por entonces era la casa del gobernador, en la actual plaza Zabala. La capilla separaba, precisamente las casas de esa autoridad de la del Virrey, cuando este visitaba Montevideo. La iglesia Matriz seguía igual en su estructura que cuando fue construida, pero sus adornos sí aumentaron: «No hay año en que el corpus no estrene alguna cosa».
Las calles ya tenían diferencia de calzada y acera y no se veían los charcos que empantanaban a las carretas tiradas por bueyes. También, este religioso ilustrado dedica unas líneas a la “moral del pueblo”, en el que apenas se veían 20 mendigos, «vestidos con decencia», y presentaba fuertes reparos hacia la esclavitud como un «triste comercio» introducido por Gran Bretaña. Ya en 1787 había varias casas de café, trucos y billares a los que atendían hombres y mujeres vestidos en «ricas telas».
Toda la carta de este religioso manifiesta un espíritu ilustrado, centrado en la idea de progreso, expresada en los cambios producidos, a finales del siglo XVIII: el ascenso en la calidad de vida y la mejora de sus bienes urbanos. Habilitado el puerto, Montevideo registraba un crecimiento exponencial de su economía y comercio, materializado en nuevas y mejores arquitecturas. Pérez Castellano destaca especialmente este hecho y, desde tempranos tiempos coloniales define, por contraste con Buenos Aires, un prematuro concepto de identidad local o, incluso, un concepto de nación centrado en la rivalidad de puertos.
El descenso – Rafael Sienra, 1896
Más de 100 años después, en 1896, y con mayor elaboración literaria, Rafael Sienra, desde su perspectiva católica, reprobaría la degradación moral de algunas partes de la ciudad y de quienes concurrían a ellas. Pero para una mejor descripción de esos sitios, el escritor decide hacer un recorrido por el llamado “Bajo montevideano”, cual Dante hace su viaje al infierno, adentrándose en la oscuridad, ocultando su identidad bajo un antifaz. Sienra opera entonces como un voyeur y se sumerge en la calle Santa Teresa -hoy Reconquista- lugar de malos hábitos sociales. Su estilo literario coquetea con descripciones realistas y crudas, al mismo tiempo que con alegorías barrocas de referencia bíblica.

Calle Santa Teresa, hoy Reconquista
El comienzo semeja al de un viaje hacia el infierno donde la simbología católica está presente a cada paso, de la luz a la oscuridad: «Al sonar las doce en el reloj de la Catedral, en la noche del domingo de Carnaval, el contador de la Usina del Gas, de improviso, absorbiendo la luz, sumergió en las sombras del frente del Cabildo y casi en la oscuridad la calle entera de Sarandí». Los grupos de personas son comparados con manchas negras que se desplazan hacia abajo, como un camino de hormigas, hacia «los arrabales de la costa».
La descripción arquitectónica que hace Sienra es significativa y va en consonancia con la decadencia que se quiere transmitir. Al bajar por la calle Brecha se encuentra con «largos paredones lisos de un edificio silencioso y tétrico con ruinosas ventanas enmalladas en alambre y los frisos carcomidos y llenos de costras», con «sucios casuchos y cuartujos miserables». Es recurrente la alusión a una descensión, acaso la única forma de llegar a El Bajo, como metáfora de un viaje infernal que requiere de una degradación moral. Las mujeres y hombres presentan un aspecto similar al de las casas, cabezas desgreñadas, rostros demacrados y enfermos. En una frase resume el tono del relato: «la calle Santa Teresa, hedionda cloaca de podredumbre moral, madriguera del pillaje y de la holganza, funesto escenario del eterno drama de la prostitución».
El propio nombre de la calle remite a la fundadora de la Orden de los Carmelitas Descalzos, Teresa de Jesús o también conocida como Santa Teresa de Ávila. Sienra juega con la personificación de la calle como si se refiriera a la santa, “Ninguna como tú”, y realiza un símil con la tradición bíblica y al Vía Crucis: “es hoy el mismo que un domingo entre hosannas y palmas besaba las plantas de Jesús y que el viernes lo escupía en el rostro en el camino del Calvario”.
En la casa de los «Cuadros Vivos» Sienra relata que al levantarse el telón aparecían tras los barrotes de jaulas mujeres desnudas, que una vez que se hunden en las sombras se mezclan con el público. Sobre la calle Buenos Aires, «en los arranques del murallón y frente a él, una de las tantas sucursales de la infame depravación que en forma aterradora se propaga en las clases elevadas», la «casa de Paco», de hombres solos, donde no se encuentran mujeres, «Sodoma! Gomorra!» termina el párrafo, en clara alusión a la homosexualidad.
Más allá de la perspectiva católica de Sienra que no solo reprueba la actitud de una parte de la sociedad decimonónica, sino aún más la doble moral y la hipocresía de la burguesía; lo cierto es que la imagen del Montevideo finisecular que representa es también verosímil en sus personajes y costumbres, identificando su parte física en una suerte de unidad indisoluble con lo imaginario. El Bajo era entonces un término para identificar una parte de la ciudad y de la moral social a la vez.
El recuerdo – Felisberto Hernández, 1942

Felisberto Hernández
Felisberto Hernández se adentra e indaga en su memoria, construye por momentos un relato meta-lingüístico sobre los recuerdos y su insistencia, su capacidad evocadora y transformadora, que lo transportan a su infancia, al barrio del Prado y a su profesor de piano Clemente Colling.
La distancia entre el tiempo recordado y el tiempo del recuerdo lo ha modificado todo, al narrador, al barrio y a su arquitectura. La modernidad, «la piqueta fatal del progreso», la caprichosa selección de la memoria ha causado estragos, injertos que no son bienvenidos.
Los recuerdos ingresan en la historia de Colling de la misma manera que el narrador los presenta, ingresando por los tranvías que transitan la calle Suárez: «Antes de llegar a la curva que hace el 42 cuando va por Asencio y da vuelta para tomar Suárez, vi brillar al sol, como antes, los rieles». Las quintas de la calle Suárez han cambiado: “En aquellos lugares hay muchas quintas. En Suárez casi no había otra cosa. Ahora, muchas están fragmentadas. Los tiempos modernos, los mismos en que anduve por otras partes, y mientras yo iba siendo, de alguna manera, otra persona, rompieron aquellas quintas, mataron muchos árboles y construyeron muchas casas pequeñas, nuevas y ya sucias, mezquinas, negocios amontonados, que amontonaban pequeñas mercaderías en sus puertas”.
El pasado es abierto en oposición al presente, en el que el personaje se reconoce como uno y no como otro, se perdieron cosas en el camino y vinieron nuevas pero con varias historias a cuestas. Sus descripciones de las modificaciones arquitectónicas tienen la forma de sujetos adjetivados en pares: «remiendo chillón», «caprichoso mordiscón», que es «dolorosamente incomprensible» con «desproporciones antipáticas». Se realiza un paralelismo entre la juventud, la pubertad, y el frente de las casas, «su entrada se desparramaba y se abría como cola de novia una gran escalinata».
Pero en Felisberto Hernández -un moderno en su escritura para su época-el viaje al pasado, aun en lo que casi no ha cambiado y permite revivir ese tiempo añorado, no es un refugio idílico, sino un triste regocijo y una angustia existencial inefable. A Colling le decían «El nene», tenía un don para tocar el piano, era alto, ciego y tenía los ojos desorbitados. El arte de Colling lo eleva, el narrador lo siente como un par, descubre la pasión de crear como forma de encontrar sentido a su existencia.
Como dice el propio narrador del cuento de Hernández, los relatos de las personas que alguna vez habitaron la ciudad permiten atisbar a través de sus palabras cómo era la vida antes, sentirla por un momento, «cómo significaban la vida las personas de aquel tiempo. Y cómo la reflejaban en su arte, o cómo eran sus predilecciones artísticas. (Pero ahora, en este momento, no quiero engolfarme en esas reflexiones: quiero seguir en el 42.)».
Colofón
Estos tres textos comparten una mirada sobre el pasado, aún contemporáneo para los autores, a partir de la cual es posible construir una identidad de la ciudad, del país y de la nación. Al encontrarse escritos y ser sujetos de un intento de reconstrucción del pasado estos textos configuran la memoria: ya sea una visión positiva de los dones naturales de estas tierras, la corrupción moral de una parte de la sociedad y la hipocresía de la otra, hasta la melancolía de lo que se perdió y no volverá a ser como antes. Cualquiera de estas posturas puede formar parte de una idea de nación que aun hoy en día se encuentra en distintos discursos oficiales e informales.
Imagen destacada: Croquis de la calle Gil en el Prado, por los tiempos de Felisberto Hernández.
Autor: Daniel Venturini
