
Entrevista a Nadia Mara, primera bailarina del SODRE
14 julio 2022
La felicidad total puede tener muchas formas. Para Nadia Mara, una fue cuando se levantó el telón del Auditorio Nacional del Sodre después de la última escena de Onegin y el público aplaudía de pie. Sintió algo que no había sentido nunca: la felicidad de volver a bailar en su país como profesional, después de 14 años de haberse ido a Estados Unidos buscando nuevos lugares donde desarrollar su carrera.
Nadia Mara es primera bailarina del Atlanta Ballet desde hace 13 años y en 2019 vino como invitada para interpretar el rol principal en la producción del Ballet Nacional del Sodre (BNS). Hacía varios años que su nombre sonaba en las oficinas del BNS, primero cuando estaba Julio Bocca al frente, después con Igor Yebra como director. Hasta que finalmente coincidieron astros y calendarios, y Nadia pisó el escenario del Auditorio. “Fue una emoción tremenda. Y mucho nervio, porque era volver al país, era volver a bailar para mis maestros. Sentí un poco de presión en ese sentido, pero decidí salir de esa presión que no me ayudaba en nada y disfrutarlo. Cuando pasó eso no lo podía creer, fue alucinante, algo que siempre quise hacer. Desde que me fui, siempre dije ‘me voy, pero vuelvo’. Esa era la historia para mí”. Y las chances de que eso suceda de forma definitiva están sobre la mesa. La vida de esta bailarina y coreógrafa de 33 años en Atlanta, donde además de tener sus responsabilidades en la compañía y dar clases particulares, compartía hasta hace poco su casa con su novio Kevin –un analista de sistemas que se mudó a Orlando y ahora tendrán una relación a distancia–, tal vez tome otro rumbo.
El teatro es su casa, en cualquier parte del mundo. Y eso lo supo desde muy niña. Tenía solo tres años cuando el sonido de la música clásica que escuchaba su madre no la dejaba quedarse quieta, y los padres decidieron anotarla en las clases de danza de la escuela de la cooperativa de viviendas donde vivían, en Malvín Norte. “Los profesores veían que yo tenía interés, y les dijeron a mis padres, ‘mire que esta niña puede ser que llegue, tiene las condiciones y tiene la fortaleza de estar acá todos los días siendo tan chiquita’”. A los ocho debía empezar a hacer puntas, pero el piso de baldosa de la escuelita no se lo permitía, entonces los profesores le recomendaron ir a la academia de Mariel Odera, que en ese momento era primera bailarina del Sodre. Empezó a entrenar todos los días con esta maestra que no solo le impartió el conocimiento técnico sino el espíritu que tiene que tener una bailarina: ir siempre hacia adelante.
Nadia estaba por cumplir los 12 años, último plazo para ingresar como estudiante a la Escuela Nacional de Danza, pero las dudas y el miedo se apoderaban de ella. “¿Qué pasaba si iba y me decían que no? ¿Qué hacía? Se me venía el mundo abajo, se me derrumbaba todo”, recuerda. Era el 2 de diciembre, día de su cumpleaños. Su madre le pidió que la acompañara a comprarle el regalo, y cargando un bolsito se subieron al ómnibus y se fueron al Centro. Iban caminando por la calle Julio Herrera y Obes y Nadia empezó a escuchar música clásica. Miró hacia arriba y leyó Escuela Nacional de Danza. “Vas a hacer la audición”, le dijo su madre de sorpresa. “Entré y estaban todas las niñas vestidas iguales como había visto en videos de la Ópera de París o del Royal Ballet de Londres. Dije, ‘esto me gusta’”. Eran unas 80 aspirantes a ingresar. Le midieron el cuello, la espalda, la flexibilidad, los pies, evaluaron su musicalidad, sus movimientos, sus saltos. Tres pasaron la prueba, entre ellas Nadia. “Ahí empezó mi sueño realmente”.
El empeño de tantos años sumado a su talento innato hicieron que la joven bailarina pasara de primero a tercero, y luego se volviera a saltear algún año más adelante. En clases más avanzadas estaba María Noel Riccetto. Nadia la veía bailar, y supo de su historia cuando un profesor húngaro la llevó a Estados Unidos. “Ahí tomó fuerza el sueño de irme, de querer lo mismo, porque yo sabía que a ella le estaba gustando la experiencia. Y dije, ¿será que en algún momento ese profesor vuelve?”. Cuando Nadia tenía 18 años y había egresado, Gyula Pandi, el profesor cazatalentos de la Escuela de Artes de la Universidad de Carolina del Norte, volvió, la vio y la invitó a irse. “Él viajaba por el mundo buscando gente talentosa. Nos quedábamos en su casa. Yo me quedé en la misma cama donde durmió María Noel”, recuerda.
¿Hace 14 años querías irte porque sabías que acá no había mucho futuro o porque te interesaba saber qué es lo que sucedía en el mundo con la danza?
En ese momento no había mucho para hacer acá y me interesaba saber lo que pasaba en el mundo. Soy una persona muy curiosa y me gusta mucho buscar cosas, comparar, ver. Me iba del país a ver qué pasaba del otro lado del mundo, qué podía conseguir; las metas, los retos siempre me gustaron. Me ponen nerviosa, pero no es algo que me pare, al contrario, me da mucho para adelante. Y me fui por eso, por una búsqueda de un sueño. Y para perfeccionarme también, quería absorber otras técnicas, hacer cosas contemporáneas y neoclásicas, que tampoco se hacían mucho acá.
No debe ser fácil tomar la decisión de irse. ¿Cuáles eran tus principales miedos?
El miedo era a llegar allá y que no le gustase a nadie, o que no sirviera porque era de otro país o porque no era suficientemente buena. Las ganas siempre las tuve de ser bailarina profesional, pero una cosa es querer y otra cosa es poder. Y yo sentía “vengo de un país tan chiquito y tan lejos, capaz que no me aprecian por eso”. Pero me fui ya con una beca, con un profesor que me vio y que le gusté, entonces también estaba más tranquila.
¿Y con qué te encontraste?
Me encontré con un mundo totalmente diferente, con estructuras mucho más claras, con mucho más horario de trabajo, con mucha más competencia, mucha gente que quiere lo mismo que vos, no son 10, son 100, 200, 300 personas, audiciones de 400 personas para entrar a una compañía. Dura, fue una realidad dura. Pero, al mismo tiempo, como era un reto me gustaba. Y el profesor que me entrenaba en ese momento me dijo, “vos tenés que ir y probar, no te queda otra”. Probé en una compañía de Carolina del Norte que quedaba cerca de donde estudiaba, y entré, pero no me sentí cómoda. Se hacía mucho la técnica estadounidense Balanchine, en la que se baila mucho más rápido, con una musicalidad entre compases. Era muy difícil de contar, yo no estaba acostumbrada, y los dos directores de esta compañía hacían el 95% del repertorio con esa técnica. En ese momento dudé mucho, dije, “me parece que capaz que tengo que volver, esto no es lo mío”, y estaba extrañando también. Los directores me dijeron que era muy talentosa, pero que capaz que eso no era lo mío, y ellos mismos se contactaron con la compañía de Atlanta que hace un repertorio más variado, y me interesó.
¿Cómo fue tu audición en el Atlanta Ballet?
Fue una situación rara. El director pensó que yo iba al día siguiente, entonces cuando fui a tomar la clase (en la que hacía la audición) no había nadie mirando, y justo el que daba la clase era el director, pero yo no sabía qué era él. Tomé la clase y pensé, “Alguien me vendrá a ver”. Al terminar la clase me dice, “¿Y tú quién eres?, ¿qué estás haciendo aquí?”. “Estoy audicionando”. “¿Cómo que estás audicionando? Ah, bueno. ¿Te querés quedar?”. “Sí”. Así nomás. Esa fue la audición. Estuve como aprendiz de la compañía por un año, porque me tenían que hacer los papeles de inmigración, y después recibí un contrato.
¿Cuál fue el primer ballet que bailaste?
Giselle, que era uno de los sueños de mi vida. Uno, son muchos los sueños que tengo. Fue increíble. Estaban haciendo los repartos para Giselle y la persona que vino a reponer era Violette Verdy, una bailarina francesa espectacular que bailó de principal en el New York City Ballet. Ella miró la clase y me eligió para el rol principal. Y yo no lo podía creer. Nunca me imaginé, en mi cabeza obviamente, que lo quería, pero dije “Recién llego, soy nueva, hay tantas bailarinas de principal que no creo”. Fue lo primero que hice, y por suerte mis padres me fueron a ver. Un sueño que también se me cumplió, muy parecido a lo que me pasó cuando se abrió el telón acá, al final de Onegin. Decir “Guau, lo logré”. Era mi primer trabajo como bailarina profesional en Estados Unidos.
¿Cómo fue entrar en el ambiente de la danza de Estados Unidos? ¿Es muy diferente al de acá?
El ambiente es más competitivo. Los contratos son anuales, por lo tanto, si no rendís bien, te echan de las compañías, y hay mucho bailarín. En Estados Unidos hay mucho inmigrante, mucha gente que viene del exterior a buscar una mejor vida de cualquier cosa, pero de ballet también. Yo no viví lo que era acá el profesionalismo del ballet porque me fui antes de ingresar a la compañía, pero creo se trabaja mucho más relajado, la gente es más amigable, incluso con los profesores hay una relación más humana. Allá es mucho más frío, el director es el director y no se le habla. No hay un “cómo estás hoy, cómo te sentís”. No, allá no hay error, no hay falla, tenés que estar bien todos los días. La carrera es muy exigente. Tenemos muchos coreógrafos que van a vernos y vos tenés que audicionar todas las veces. No es que como ella es primera bailarina o se mueve de tal manera tiene el papel. Puede pasar de vez en cuando, pero generalmente van, miran la clase y dicen aquella, aquella y aquella, entonces tenés que estar siempre al 100%.
Desde tu mirada externa y en compañías de mucho nivel, ¿cómo ves el ballet que se hace en Uruguay?
Acá, en este momento, la técnica es muy buena. Me di cuenta de que creció mucho. Creo que el aporte de Julio Bocca fue fundamental. Y ahora con Igor y todo el plantel también. Están teniendo ballet del primer mundo. Onegin no se hace en todas las compañías: se hace en el Royal Ballet, el American Ballet, la Scala de Milán y el Bolshoi. Porque necesitás mucha gente, y solo se hace en compañías grandes; las compañías en Estados Unidos tienen 40 y acá son como 60. Entonces, traer cosas tan grandes, de tanta calidad, con repositores y maestros que vienen de afuera que elevan el nivel, porque te ayudan con la técnica, con la interpretación… Yo siento que soy una mejor bailarina después de haber bailado Onegin acá. Sí, porque tuve la ayuda de todo el plantel, de Reid Anderson que fue director del Stuttgart Ballet muchos años (que de acá se iba a la Scala de Milán y de ahí para el Royal Ballet), y él nos aprobó. Lo que se está haciendo acá es del primer mundo, y está bueno que la gente lo sepa.
Siempre tuviste el apoyo incondicional de tu familia.
Incondicional, no flaquearon ni un segundo de mi carrera, ni uno. Hubo momentos complicados, de enfermedad de mi madre, por ejemplo, y en ningún momento escuché un te extraño, porque me parece que ellos sentían que capaz que si hacían eso inconscientemente iban a traerme para acá y sabían que mi sueño no era ese.
¿Estás pensando en volver a vivir a Uruguay?
Es la pregunta del millón. Hace mucho que estoy allá, soy ciudadana de Estados Unidos, me acostumbré a vivir allá y todo, pero sí, me encantaría volver a Uruguay. Es otro sueño. Tengo la incertidumbre de no saber si me voy a sentir bien, si voy a extrañar, pero el que no arriesga no gana tampoco, más que probar no nos queda. Y estoy viendo cómo organizar eso. Por lo pronto, volver a bailar de invitada seguro, que esa era una puerta que estaba cerrada y se abrió.

