Bitácora española
03 junio 2023
Dulces en Cádiz
Son muchos los temas que sugiere la antigua Gades. Sus fortificaciones, los múltiples intentos ingleses y holandeses –con o sin éxito- por ocuparla militarmente, su puerto y el rol que alcanzó como eje del comercio indiano durante el siglo XVIII, su unidad urbana y peninsular, su carnaval, su catedral esplendorosa, así como tantas otras cosas que bien merecen comentarios y observaciones en esta bitácora española. Pero, quizá porque sobre esto la información que brinda internet es grande y abrumadora – también aburridora- quiero centrarme en los dulces de Cádiz, más exactamente en algunas de sus confiterías o comercios especializados. Saborear la historia, disfrutar el patrimonio, sentir la tradición; todo esto es posible mediante el paladar.
Uno de esos espacios de lo dulce y que por su nombre parece llevarnos a otra parte de Andalucía, es la Dulcería de La Rondeña, ubicada en la céntrica calle Sagasta, haciendo esquina con calle Ancha, la que se distingue por sus cuidadas carpinterías y toldos exteriores. Los dulces más tradicionales, que por cierto cada vez más cuesta conseguirlos en ciudades como Sevilla, están aquí de oferta permanente. Me refiero a la caña de chocolate, la torta de almendra, la masa real y el cortadillo de cidra, aunque también a otros como el bollito sanluqueño, más propio del cercano San Lúcar de Barrameda. El cortadillo en particular, me ha gustado siempre y por eso sé bien de qué “materias primas” está hecho: manteca de cerdo, harina de trigo, azúcar, cabello de ángel (cidra cayote confitada y cortada en finos hilos), canela y limón.
Pero uno de los problemas que tienen muchas de las buenas confiterías gaditanas es que son comercios para el “comprar y llevar”. En muy pocas de ellas es posible sentarse a tomar un café con bollería de calidad y con un entorno digno de la mejor tradición española. Sin embrago, hay algunas buenas excepciones como el Café Royalty, ubicado frente a la plaza de la Candelaria.
Allí el pasado nos llega, fundamentalmente, de la mano de su decoración que es propia de los mejores establecimientos concebidos a comienzos del siglo XX. Una suerte de neo-rococó asiste al tratamiento de paredes y cielorrasos; presencia de espejos, dorados y estucados símil mármol aportan las texturas dominantes; formas de rocalla en la carpintería y discursos seudo-alegóricos –mujeres en columpios rodeadas de erotes, alegorías femeninas de la música, aves surcando el cielo- conforman la iconografía que, según me dicen, pertenece a la mano del artista Felipe Abarzuza.
El Café Royalty abrió sus puertas en 1912, durante los festejos del centenario de la Constitución de Cádiz. Esto, de por sí, parece ubicarlo en un eje histórico de importancia. Son muchas las anécdotas que se cuentan sobre los personajes que lo visitaron y, aunque finalizó su primer ciclo antes de iniciarse la guerra civil española, el local continuó su vida comercial bajo otros destinos: almacén, bazar y algo más. Recién en el año 2008, como resultado de una interesante recuperación y restauración, reabrió para constituirse en unos de los espacios más calificados de Cádiz.
Hoy, ocupando una de sus mesas junto a mis dos hijos, un piano de media cola me llamó la atención y generó una pregunta: ¿sería este un verdadero testimonio, o simplemente un recurso evocativo de que allí inició su carrera aquel gran gaditano que fue don Manuel de Falla? Algo me dice que sí, o al menos que debió ser él uno de los personajes ilustres que lo visitaron.
La experiencia del gusto dejó marcada mi memoria de dulcero en los picatostes gaditanos, una suerte de torrejas –y no torrijas como dicen todos los españoles- que no llevan miel sino azúcar impalpable. La gracia de estos picatostes está en su textura perfecta: blandos por dentro y bien crocantes por fuera. Muy recomendables, sin duda.
Este tipo de establecimientos como el Café Royalty, han sido centro de discusiones intelectuales y preámbulos para distintas obras literarias y plásticas. También fueron importantes como espacios de recuerdos personales, de testimonios sociales, de memoria ciudadana; como imágenes complejas y sobrepuestas de tiempos diferentes que nos llegan bajo la manera de palimpsestos. Esa complejidad que guardan consigo hacen de ellos, lugares fundamentales para una identidad colectiva que nunca es lineal, sino ondulante y sinuosa. Creo que es por eso que me gusta tanto visitar las confiterías y los cafés, perdiendo el tiempo en ellos, acompañado siempre de un inevitable dulce.