Bitácora española
17 mayo 2023
Espacio para el silencio
Los jardines están, casi siempre, atados a la idea del placer y la felicidad. No en vano el paraíso ha sido siempre representado como un jardín.
En las ciudades de denso tejido urbano, el encuentro repentino con una plaza verde, de frondosos árboles, se transforma en un baño de paz y descanso; un lugar para recrear la vista y también el pensamiento. Esto me conduce, de manera directa, al jardín de la Academia donde Platón impartió enseñanzas y construyó su denso discurso filosófico; relaciones que van entonces del espacio de disfrute al espacio de las ideas.
Madrid cuenta con valorables ámbitos enjardinados, además de grandes plazas y parques pero, cercano a la llamada Plaza de la Paja, hay un lugar único. Se trata de un pequeño jardín, conocido como “Jardín del Príncipe Anglona”, al que muy pocos turistas llegan y saben disfrutar, quizá porque el sitio demanda una incorporación lenta, detenida… La mirada rápida del visitante quizá no encuentre nunca algo especial en él.
Aunque algo dejado de la mano de Dios, cierta atmósfera de abandono le aporta a este jardín un sentido de cosa auténtica. A quien lo encuentra, de repente le asiste la idea de que ha descubierto algo excepcional y desconocido para los demás y que fortalece su dimensión propia. Me refiero a ese sentido egoísta capaz de alimentar el culto y la liturgia del yo: “Lo conozco pero poca gente lo ubica”.
El jardín del Príncipe Anglona fue creado en el siglo XVIII y sigue un trazado neoclásico a partir de dos líneas perpendiculares que conforman su ajustada caminería. Su pavimento se ha materializado en pequeñas piedras blancas, irregulares, incrustadas en el suelo, tal como en las calles de Lisboa, aunque aquí sin diseños incorporados. Entre esos caminos se generan cuadrantes verdes delimitados por setos; en el encuentro de esos dos ejes se ubica una fuente. La idea del paraíso que es propia de los claustros cenobíticos, se hace firme aquí ya que la fuente parece abastecer los cuatro ríos celestiales, representados en este caso por los blancos senderos pétreos.
Sentado en uno de los bancos de granito de que dispone este jardín escondido, siento algo lejos el griterío de la plaza, como si fuera un espacio complementario de aquel pero pensado, en este caso, para el puro silencio. Justamente, la lejanía sonora nos habla de que estamos en otro lugar, separado del jolgorio mediante muros y rejas que se cierran a la noche.
Qué importante resulta la idea del umbral en un jardín, diferenciando el afuera del adentro, invitándonos a escuchar un silencio que nos exige, a su vez, ser reservados en su interior. Los claustros medievales eran espacios de lectura y meditación; el ruido del agua –que en este jardín se escucha con extrema claridad y profundo encanto- reforzaba el silencio-ambiente.
Sin embrago, una persona de apariencia oriental camina por los senderos establecidos y ha olvidado apagar su celular. Comienza entonces a contaminar, con el ruido propio y repetido de la alerta de llamada, la calidad atmosférica del sitio. Algo se quiebra y se destruye con la pérdida de la paz sonora. Nada es igual a partir de ese momento; bien podrían cerrarse las puertas antes de la hora oficial porque el visitante ha decidido atender su teléfono y establecer una larga conversación en un idioma que no entiendo. Un idioma que en nada se parece al sonido de la fuente.